domingo, 18 de febrero de 2018

"The Square" o nuestra farsa contemporánea de todos los días

Apreciado lector de un blog más en su vida: Si es capaz de ir a cine y decidirse a tolerar que una película le presente varias de las farsas más emblemáticas de nuestros tiempos condensadas en una película, vaya a ver "The Square". El director de cine sueco Ruben Östlund, le presentará un fragmento de la historia de un curador artístico de un museo de "arte contemporáneo" llamado Christian, quien ha decidido adquirir una obra de arte para el museo. La obra, que se ubicará en la plaza central de entrada al edificio del museo -y que hace necesario derribar una escultura de algún prócer emblemático de la historia de su país, para poder ubicarla justamente en la entrada de la edificación-, ha sido comprada a una artista latinoamericana que pretendía construir un santuario para la tolerancia en el que todos somos iguales, y tenemos los mismos derechos y libertades. Alguna pareja de "amigos del museo" -en todo caso europeos mayores, benefactores del arte contemporáneo-, han suministrado los medios económicos para este nuevo momento de la edificación: allí, el arte y los artistas contemporáneos encontrarán precisamente su santuario. Y Christian parece su guardián -además de mostrarnos la importancia que para él tiene el proyecto del arte que es capaz de incluirnos a todos, un lugar en el que todos podemos encontrarnos, podemos tolerarnos-. 

Esta es la intención explícita de Christian; el problema es que juega otro juego a lo largo de la película: maneja un Tesla, vive en un apartamento en el que no tiene cabida otro ser humano más que él -es un problema que sus hijas lo visiten y griten estando adentro-, se va de rumba con los europeos mayores benefactores a escenarios mas "contemporáneos" en donde el paisaje de él bailando con sus asistentes -muy jóvenes-,  y con los hombres y mujeres mayores que donan el dinero para sus proyectos en el museo termina incomodando; se acuesta con una periodista de arte americana que tiene por mascota un mono -y que según el punto de vista de él, no entiende nada de arte contemporáneo-; contrata una empresa de mercadeo para hacer publicidad joven y fresca de la última adquisición de arte contemporáneo para el museo -y la empresa es dirigida por un hombre muy mayor que llega a las reuniones con un bebé de brazos, que suponemos que es su hijo con alguna "artista contemporánea" muy joven, además de dos mentes brillantes de la publicidad que siguen estadísticas y analizan el comportamiento virtual de las personas para las campañas que desean diseñar-, organiza una cena en el museo y provee a los asistentes de una experiencia emocional directa y "vivencial" con el arte contemporáneo -y llegamos a uno de los momentos más incómodos de toda la película-, además de sentir miedo cuando debe alejarse de las cuadras de la ciudad en las que despliega su vida y visitar una zona de edificios en los suburbios, en donde seguramente viven, en cada apartamento, familias de ladrones pobres y violentos. 

Pero es precisamente Christian quien en un momento dado, deberá salirse de su propio cuadrado pequeño en el que ha vivido varios años de su vida: deberá entonces subir a sus dos pequeñas niñas en su carro -ahora golpeado-, y emprender otro viaje en el que no conoce las coordenadas y en el que no está seguro con qué se encontrará: ahora, despojado de toda la farsa de vida que tiene alrededor, seguramente lo que más tenga sentido sea intentar encontrar a un niño que le reclama que lo mire, que tolere su grito, que él no es un ladrón y que necesita que Christian le devuelva su dignidad ante los ojos de su familia. De nadie más. 


domingo, 11 de febrero de 2018


Cartarescu, otra vez....

Querido Lector: no nos conocemos personalmente, pero le puedo asegurar que si nos encontráramos alguna vez frente a frente, en algún momento de la conversación yo estaría pensando en uno de los libros de Mircea Cartarescu que he estado leyendo. Estoy casi segura que le hablaría de El Ruletista y la sorpresa que me llevé al leer por primera vez un texto de este autor: que él me instara a preguntarme por la vida de su personaje, y por la existencia que ahora cobraba de manera definitiva para mí. Le contaría que entonces me decidí a buscar todos los libros que encontrara del escritor en las librerías bogotanas. El siguiente que encontré fue El Levante, y entonces me aventuré de nuevo con la poesía -que me cuesta mucho trabajo- para descubrir que en un libro en forma de epopeya, podían convivir Mafalda, Borges, Sábato y un hombre que mecía una cuna de un bebé recién nacido en una cocina: con una mano hacía balancear el soporte con el niño, con la otra tecleaba esta travesía en un computador. Y se burlaba, y encontraba placer en los escenarios que estaba creando. Seguí entonces con El ojo castaño de nuestro amor, en sus páginas -y ahora en su vida y en la mía-, dos hijos juntaba sus cabeza con la de la madre; al acercar lo que más podían sus sienes, terminaban creando un único ojo para los tres, de color castaño, que ahora era en sí mismo el amor conformado por los tres que resisten y se tienen en ese pequeño grupo conformado por ellos, y que juntos conforman ese inmenso ojo castaño que ahora continúa acompañando al escritor -y también a mí-, por donde quiera que va. En mis búsquedas de sus libros, ahora leo Nostalgia. El prólogo del libro es El Ruletista -sonreí al encontrarlo de nuevo-, y luego aparecen un grupo de niños que deciden endiosar a uno de ellos que cuenta historias la mayoría de las veces inverosímiles -hasta que tarde o temprano lo bajan de los techos inmensos e inalcanzables desde dónde parecía que lo veían siempre- para seguir con un hombre que intenta recorrer sus pasiones durante la adolescencia: solo, acompañado, con rabia, desesperado, frustrado, como loco. Quisiera leer todos los días las páginas de este libro, encontrar el tiempo para seguirlo leyendo. Ya tengo Las bellas Extranjeras dentro de mis libros pendientes de estos meses, y lo tengo cerca de mí para recordarme que desde sus páginas, alguien me recuerda que la escritura no es solo un pasatiempo, que uno escribe porque no hay otra forma de resistir, que se llenan páginas de letras para no olvidar, para abrir un texto en la mente de los otros, para evocar en la memoria la vida, la capacidad de pensamiento y con este, la capacidad de creación. Que se escribe con el puño sostenido, hasta el cansancio, con tenacidad, porque no se trata de un pasatiempo nostálgico y muerto, se trata de la vida misma, de la forma de las cosas, del molde de uno mismo. 

domingo, 4 de febrero de 2018



Turismo Paralelo
Caminar por Estocolmo, andar por ahí, me hace pensar todo el tiempo en que yo estoy de paso. Los hombres y las mujeres muy altos, blancos, monos, de cuerpos delgados, apenas sonríen reconociendo mi “ajenidad”. Todos estamos cubiertos hoy de pies a cabeza con botas, bufandas y abrigos, porque amaneció helando. Ayer en la tarde salí de mi Bogotá hostil y lluviosa y hoy amanecí aquí, sin saber una palabra de sueco, pero con ganas de escapar del infierno de asfalto en el que se transforma la ciudad que habito, cuando ya siento que no tolero más su aire. Camino con un morral, una cámara fotográfica y un mapa de la ciudad que me dieron en el hotel. Turista total.
En las calles hay muy pocos carros de transporte privado; todas las personas caminan o toman el tranvía, el bus o el subway. Me subo al bus y nadie me pide el tiquete del pasaje: y yo esperando en qué momento se acerca alguna persona encargada a pedirme que le muestre la prueba  de que tengo derecho a estar allí. Nada de eso pasa. Todos tan tranquilos y desprevenidos con el que tienen al lado, y yo pensando que ahora estaría en Bogotá cuidando de las cremalleras de mi morral y mirando a la persona que viaja a mi lado, con cierta suspicacia. Por lo visto acá no hay infierno. 
El bus se detiene en el paradero del Museo de Arte Moderno: durante el día algunas personas me dijeron que debía visitarlo, que la exposición que tenían ahora, era impresionante. Y resulta que desde la entrada, al lado de la puerta del museo, como si se tratara de su guardiana, de la vigilante de su obra, de ella, encuentro erguida a la gran estructura de araña construida por Louise Bourgeois. Recuerdo el nombre del animal: “madre”, y no entiendo por qué sonrío. Al lado de ella – de la araña-, siento que debo mostrar respeto, entender que es más grande que yo, que su estructura me puede agarrar y envolver, que si pretendo dañarla ella me atacará primero. No hay salida.
Me apresuro a entrar al pabellón de la exposición como si quisiera más de ella. Y me encuentro con que la artista propone un viaje que siento que reconozco: la mujer que se va de la casa con una maleta y abandona todo cuando ya no aguanta más, la mujer-casa: un dibujo del cuerpo de una mujer que en vez de rostro tiene varios pisos de una vivienda repleta de enseres domésticos para hacer oficio. Me encuentro con una propuesta de envolturas-cuerpo de mujeres cosidas con diferentes telas e hilos en las que se resaltan las caderas, los senos, el pubis. Están expuestas y parecen llamar a la mano para ser acariciadas, para que toque y entre. Todas sin rostro. Y después me encuentro con el cuerpo de la mujer enjaulado, rodeado de barras de metal que no la dejan salir. Y ante tanto cuerpo femenino cosido, roto, reparado y expuesto, empiezo a sentir el mío que quiere ya salir del recinto. Cruzo mi mirada con una mujer sueca y las dos nos vemos sorprendidas. Sonreímos, seguramente por alguna especie de complicidad, de encontrar allí un referente que nos habla a las dos. Seguimos caminando juntas y comenzamos a buscar la Salida; vemos la puerta y nos apresuramos hacia ella. Pero antes de llegar, el último mensaje de la artista: una especie de cuadro-pañuelo que escrito en algún tejido de crochet, enuncia la siguiente frase: “Yo he estado en el infierno y volví. Y déjame decirte, fue maravilloso[1]”. O sea que también encontré el infierno en este país helado. Ya solo quiero caminar de nuevo por las calles y respirar el aire libre.   



[1] “I have been to hell and back. And let me tell you, it was wonderful”.