"The Square" o nuestra farsa contemporánea de todos los días
Apreciado lector de un blog más en su vida: Si es capaz de ir a cine y decidirse a tolerar que una película le presente varias de las farsas más emblemáticas de nuestros tiempos condensadas en una película, vaya a ver "The Square". El director de cine sueco Ruben Östlund, le presentará un fragmento de la historia de un curador artístico de un museo de "arte contemporáneo" llamado Christian, quien ha decidido adquirir una obra de arte para el museo. La obra, que se ubicará en la plaza central de entrada al edificio del museo -y que hace necesario derribar una escultura de algún prócer emblemático de la historia de su país, para poder ubicarla justamente en la entrada de la edificación-, ha sido comprada a una artista latinoamericana que pretendía construir un santuario para la tolerancia en el que todos somos iguales, y tenemos los mismos derechos y libertades. Alguna pareja de "amigos del museo" -en todo caso europeos mayores, benefactores del arte contemporáneo-, han suministrado los medios económicos para este nuevo momento de la edificación: allí, el arte y los artistas contemporáneos encontrarán precisamente su santuario. Y Christian parece su guardián -además de mostrarnos la importancia que para él tiene el proyecto del arte que es capaz de incluirnos a todos, un lugar en el que todos podemos encontrarnos, podemos tolerarnos-.
Esta es la intención explícita de Christian; el problema es que juega otro juego a lo largo de la película: maneja un Tesla, vive en un apartamento en el que no tiene cabida otro ser humano más que él -es un problema que sus hijas lo visiten y griten estando adentro-, se va de rumba con los europeos mayores benefactores a escenarios mas "contemporáneos" en donde el paisaje de él bailando con sus asistentes -muy jóvenes-, y con los hombres y mujeres mayores que donan el dinero para sus proyectos en el museo termina incomodando; se acuesta con una periodista de arte americana que tiene por mascota un mono -y que según el punto de vista de él, no entiende nada de arte contemporáneo-; contrata una empresa de mercadeo para hacer publicidad joven y fresca de la última adquisición de arte contemporáneo para el museo -y la empresa es dirigida por un hombre muy mayor que llega a las reuniones con un bebé de brazos, que suponemos que es su hijo con alguna "artista contemporánea" muy joven, además de dos mentes brillantes de la publicidad que siguen estadísticas y analizan el comportamiento virtual de las personas para las campañas que desean diseñar-, organiza una cena en el museo y provee a los asistentes de una experiencia emocional directa y "vivencial" con el arte contemporáneo -y llegamos a uno de los momentos más incómodos de toda la película-, además de sentir miedo cuando debe alejarse de las cuadras de la ciudad en las que despliega su vida y visitar una zona de edificios en los suburbios, en donde seguramente viven, en cada apartamento, familias de ladrones pobres y violentos.
Pero es precisamente Christian quien en un momento dado, deberá salirse de su propio cuadrado pequeño en el que ha vivido varios años de su vida: deberá entonces subir a sus dos pequeñas niñas en su carro -ahora golpeado-, y emprender otro viaje en el que no conoce las coordenadas y en el que no está seguro con qué se encontrará: ahora, despojado de toda la farsa de vida que tiene alrededor, seguramente lo que más tenga sentido sea intentar encontrar a un niño que le reclama que lo mire, que tolere su grito, que él no es un ladrón y que necesita que Christian le devuelva su dignidad ante los ojos de su familia. De nadie más.