domingo, 28 de enero de 2018


El agua, las formas y los lenguajes



Ayer vi "La forma del agua"; la última película dirigida por Guillermo del Toro, escrita por él y Vanessa Taylor. La película inicia con Elisa durmiendo un sueño profundo; un sueño en el agua que poco a poco la desliza hasta el sofá de su casa y la despierta con el sonido del reloj. Como todas las noches, Elisa se despierta con el tiempo exacto para llegar a su trabajo en una Central nuclear antes de media noche: el agua no solo la acompaña en sus sueños, también la acompaña en las primeras rutinas de su día en la noche, ahora despierta. El agua, la música y el cine. Elisa no puede hablar con palabras, pero los textos que comunica se valen de otras formas como el agua -y el amor-, la música -que la conecta con los otros a través de los afectos-, y el cine -justamente, vive cerca de un teatro que parece que casi nadie visita, pero que en todo caso acompaña con las imágenes y las historias que hacen parte del marco de su vida. También la televisión: bogangles baila tap con una niña, y Elisa intenta llevar la ternura de los pasos de tap que observa, a la relación que mantiene con su buen amigo y vecino artista. 

"La forma del agua" esta repleta de otras formas del lenguaje que intentan comunicar a alguien un mensaje; ese otro va a tomar muchas formas a lo largo de la película: un artista que intenta vender sus obras de publicidad pintadas a mano y que son rechazadas porque no pueden competir con la exactitud de la imagen de una fotografía; una ama de casa que espera al marido, lista para hacer el amor con él después de mostrarle que tienen un hogar perfecto con niños americanos perfectos que solo quieren ver "Bonanza". Él se acuesta con ella, pero le dice que permanezca mientras tanto en silencio. Un hombre capaz de visitar un restaurante todos los días y comer la peor torta de limón de todas, esperando que otro hombre lo reconozca y lo acepte; una mujer de la limpieza que espera que su esposo le hable algún día y la reconozca, más allá de la mujer que mantiene la casa en orden y hace la comida. Un científico-espía que quiere que alguien escuche sus razones para no matar; un terrorífico Coronel que se siente en la capacidad de dominar a todos por medio de sus gestos, sus actuaciones, su ejercicio de poder. Los otros hablarán solo cuándo él lo decida. 

Y es entonces cuando una historia de amor entre una mujer muda y un anfibio humanoide, le devuelve a todos la capacidad de hablar, de gritar y hacerse oír: ya cuando parece que no hay esperanza y la derrota es lo único que los hombres conseguirán, el artista se atreve; la mujer de la limpieza insta a su esposo a callar si lo único que puede demostrar con sus palabras es servilismo y sometimiento;  el científico se revela ante sus pares incluso sabiendo lo que le espera;  y el anfibio hace callar al Coronel con un rasguño certero. Le quita el exceso de palabras, el exceso de actuaciones, el exceso de poder sobre los otros. 

Ya será el agua que contiene, la última forma de cobijo para el amor en esta película. Elisa y el anfibio humanoide pusieron a todos a hablar en la forma del lenguaje de cada uno; por lo menos en la forma más auténtica. 

domingo, 21 de enero de 2018


El Ruletista, de Mircea Cartarescu


 El Ruletista tenía un nombre, nos dice el escritor; pero ya nadie se acuerda: se llamaba el Ruletista para todos. Nos advierte que él lo conoció, que era un hombre real y que respiró su mismo aire: en este relato, en el que ya no se ocupará de personajes de ficción -eso nos dice que se propone-, nos narrará la vida de este hombre.  El ruletista jugaba precisamente con un arma a la ruleta rusa: este juego era practicado por otros hombres también, pero poco a poco su fama fue convocando más personas a su alrededor porque él iba transformando las reglas básicas del juego: de usar harapos para vestirse, el acontecimiento incluía trajes más formales; de llevarlo a cabo en bodegas baratas, ocupó el lugar de clubes y salones más sofisticados, de disparar el arma apuntando a su sien frente a pocas personas, la acción ahora era programada con fecha y hora para que el público cada vez más numeroso pudiera estar presente. Al principio, tan solo una cámara del arma estaba ocupada con la una única bala; en las sesiones siguientes, el ruletista anunciaba que ahora dos cámaras del arma estarían ocupadas, tres cámaras del arma, cuatro, cinco, seis cámaras del arma, todas las cámaras del arma. ¿Cuál era el espectáculo que estaba proponiendo? 

Algo acontecía en cada una de las sesiones en las que el ruletista se encontraba frente a su público: después de que alguien revisara que el arma estaba cargada correctamente, él apuntaba a un costado de su cabeza. Después de disparar, caía: el click del arma se escuchaba salir de una cámara vacía, pero el ruletista caía: su cuerpo se desplomaba, se golpeaba, padecía una especie de desmayo, de agonía que lo incapacitaba por días y lo llevaba a mantenerse recostado. Él se propiciaba una y otra vez una caída, una especie de muerte producida por él mismo que de ninguna forma era fallida; se trataba en todos los casos de una muerte que se escenificaba una y otra vez. Una vez recuperado de la caída-muerte, convocaba de nuevo el juego alrededor de él. ¿Ocurriría alguna vez la muerte real? ¿Existiría la muerte real? 

Es entonces cuando el escritor de la historia del Ruletista nos recuerda que este hombre vive en la ficción, que seguramente su historia vivirá por siempre porque ahora ha sido contada, como el escritor que escribió sus recuerdos de aquel hombre que se caía/moría y que tampoco nunca morirá. O como usted amigo lector, o como yo, que al final de cualquier domingo, se me ocurre que tengo que contar que leí la historia del Ruletista y que ahora el y yo existimos.






domingo, 14 de enero de 2018

La Rueda de la Maravilla (2017), de Woody Allen


La última película de Woody Allen nos lleva a los años cincuenta en Coney Island: un parque de atracciones, las playas cercanas, sus calles, algunos restaurantes y un pequeño apartamento situado cerca de la atracción de la rueda maravillosa, son los escenarios en los que transcurre toda la historia. Ginny (Kate Winslet) es una mujer que cumplirá cuarenta años: trabaja como camarera en un restaurante cerca a la playa y convive con su hijo pelirrojo -que es producto de una relación con un artista y que terminó por culpa de ella, nos cuenta-, y con Humpty (Jim Belushi), un operador de un carrusel del parque de atracciones. La pareja ha intentado dejar de lado el alcohol, y entre los dos, encuentran todos los días la forma de seguir adelante con sus vidas y conseguir el dinero para mantener su pequeña familia además de poder ofrecerse pequeñas gratificaciones cotidianas: una reunión con los amigos, algunos regalos para los cumpleaños -así hayan sido conseguidos en el mercado negro y a muy bajo costo- algunas salidas juntos. 

A Ginny nada le gusta/ ya nada le interesa: no disfruta las reuniones con amigos, no soporta el ruido del parque de atracciones, no quiere ir a pescar. Persigue a su hijo en los teatros de cine, lo regaña al llegar a la casa después de las llamadas acusatorias provenientes del colegio -provocó de nuevo un incendio-, le pide explicaciones a gritos acerca de lo que hace: él no tiene respuestas para las razones de los incendios, y en cuanto al colegio, no desea volver nunca: solo necesita dinero para refugiarse en el cine. No acusa a la madre por separarlo de su padre biológico, aunque sabe -contado por ella misma- que fue ella quien provocó la ruptura. El pelirrojo causa incendios, pero ni él ni nadie aparentemente entienden los motivos.  

En la vida de estas personas nada es lo que parece: el hijo pelirrojo se fuga del colegio para ir al cine y produce incendios en diferentes lugares -cerca a la playa, en su colegio, más adelante en la sala de espera de su terapeuta después de salir furioso de una consulta-; una hija de Humpty de su anterior matrimonio aparece huyendo de su marido mafioso, a quien delató frente a las autoridades -ahora los mafiosos que trabajan para su marido la están buscando para cobrar la delación y ella busca un refugio con su padre en el apartamento de diversiones-; Ginny recuerda la ruptura con el padre de su hijo, siente nostalgia por su carrera de actriz abandonada y un día, caminando por la playa, conoce a Mickey (Justin Timberlake) un salvavidas que cuida a los turistas en las playas cercanas -y con quien iniciará un romance en el que pone las esperanzas de huir de su actual vida, abandonar a Humpty y retomar su carrera de actriz-. Y así, nos encontramos con la trama que se desarrollará a continuación. 

Al ver Wonder Wheel, tenemos la sensación de recorrer de nuevo los temas que aparecen una y otra vez, -como una rueda maravillosa que da vueltas y que esconde, detrás de un parque de diversiones, la tragedia de las personas-, en las tramas de este director de cine: pequeños fragmentos de historias de diferentes personajes que en un momento se cruzan, y generan una tragedia. Tenemos de nuevo la fuga al cine como el escenario de la fantasía que promete otro tipo de realidades alternativas al incendio (La Rosa púrpura del Cairo), las parejas dependientes y fallidas que intentan mantenerse a flote a pesar del naufragio evidente (Maridos y Mujeres, Vicky Cristina Barcelona, la nostalgia por otros tiempos (Media noche en París), el peligro de la muerte y la venganza (match Point) como una de las pasiones humanas más intensas y difíciles de controlar. 

Ginny -como las mujeres dramáticas y temperamentales de Woody Allen (Blue Jazmin) encuentra el momento de la venganza, porque su vida no es lo que ella desea, porque no soporta el letargo de su vida cotidiana y porque es ante todo una actriz que puede continuar adelante con su vida, una vez todo, de nuevo, tome su curso futil. 

Para muchos espectadores, Wonder Wheel no alcanza la grandeza de otras películas de este director norteamericano: tendríamos que considerar que volver sobre los temas de los que todos nos ocupamos en nuestra vida, y volver a elaborarlos con otras tramas y otros rostros, ya implican un nuevo intento para producir una creación con la misma materia y la sangre de la que estamos hechos. 




domingo, 7 de enero de 2018

Leer durante la primera semana del año 2018

Esta primera semana del año la he dedicado a dos de las cosas que más me causan placer en la vida: leer literatura e ir a cine. Desde la semana pasada estuve leyendo el quinto tomo de la extensa obra de Karl Ove Knausgård: "Tiene que llover". Este escritor, dedicado a develar en cada página que escribe un fragmento de su vida -jugando con la temporalidad, los pedazos de diferentes episodios de su biografía, los acontecimientos que le fueron ocurriendo-, una vez más me tuvo concentrada en las 691 páginas de la edición en español que tengo de su obra. En esta entrega, se centra mucho más en cómo fue descubriéndose él mismo como escritor, y ahora algunos de los episodios narrados en los 4 tomos anteriores, se tejen y cobran sentido. Me encontré de nuevo con una imagen que tengo de Knausgård  desde el segundo tomo de su obra: un hombre que se mira en el espejo de un baño durante una noche y va haciendo cortes en su cara, en un ir y venir entre este lugar y el escenario de una reunión en la noche, en el que además de otras personas se encuentra con su novia y su hermano. ¿Qué lo lleva a cortarse la cara para luego mostrar ante ellos las heridas que se hace en la medida en que transcurre la noche? Muestra las heridas en el rostro, se las pone de frente a sus acompañantes -su novia se sorprende y se aterra-, y sigue adelante con la narración. No necesita dar ningún explicación. Cada uno de los lectores que se encuentre con este pasaje intentará encontrarle el sentido. Lo que yo encuentro, es la misma fuerza y furia que me transmiten las páginas de sus libros, un tomo tras otro. Esperemos cuándo sale el siguiente tomo de Karl Ove Knaurgård en español. 

Continué mi semana con el tercer y último tomo de los diarios de Emilio Renzi "Un día en la vida", de Ricardo Piglia. Renzi, alter ego de Piglia, termina el diario con la presencia indestronable del cuerpo enfermo del escritor. La penúltima frase del libro: "Si uno puede usar su cuerpo, lo que dice no importa" (pág.294), me hizo descubrir algo que venía intuyendo desde el pasaje del rostro cortado en el baño de Knausgård: cuando el cuerpo se impone, no hay nada más que decir. Renzi cuenta también su vida, en forma de un diario que en todo caso sabe que será destinado para ser leído por otros: los años de la dictadura en Argentina, sus cambios de domicilio, los amigos que acompañan, las parejas que pasan por la vida, su transformación en personaje de su ficción y sus últimas notas, entregan al lector una narración de lo que se puede escribir, de la propia vida, acompañado por su personaje que es él mismo, que escribe hasta que su cuerpo se lo permite, hasta que se puede sentar, hasta que sus pensamientos pueden ser plasmados en signos. 

Tamaña tarea la de estos dos escritores. Escribir hasta que el cuerpo lo permita, en últimas.